jueves, 27 de septiembre de 2012

Amarga condena


  No me cabe la menor duda, no existe sensación más hermosa que la de dormir. Los problemas pasan a un segundo plano y, por un momento, parecen formar parte del pasado. Los ojos se cierran, la boca permanece entreabierta y la saliva se apodera de la almohada. El cuerpo saca el pie del acelerador y se sumerge en la más profunda relajación. Pero no todo es felicidad, no todo es color de rosa. El inconsciente muchas veces nos traiciona y actúa de una manera muy hija de puta.

  ¿Adónde quiero llegar con esto?

   A que los sueños se convierten en la peor de nuestras pesadillas. No existe forma de escapar de ello. Por más que tengamos fantasías con la persona que deseamos en algún momento la situación se terminará pinchando.

Caso I: pesadillas directas

  Son aquellas que no dan vueltas, que no se camuflan. En definitiva, que apuntan exclusivamente a nuestras fobias.

  Eres un ciudadano ejemplar. Ingresas al baño para cumplir con tus obligaciones, para no cagarte en los demás. Te sientas, agarras un dentífrico y lees sus componentes. Las aguas están calmas, pero el trámite parece transcurrir con normal tranquilidad. Es ahí, en ese preciso instante, cuando descubres que millones de insectos indeseados (entiéndase cucarachas) invaden tu privacidad. Desesperadamente buscas abrir la puerta y fallas en el intento. Acto seguido, te tomas un minuto para pensar y descubres que estás siendo victima de una pesadilla.
¿Qué es lo más terrible de esto? Que cualquier clase de esfuerzo es inútil, que nunca conseguirás abrir los ojos.

Caso II: pesadillas indirectas

  Son aquellas que te muestran un futuro que nunca alcanzarás

   Vas caminado por la calle y te encuentras con la mujer que siempre anhelaste.  La saludas lo más bien y procuras disimular las profundas “de entrarle”. Pero, por alguna razón extraña, ella parece leer tu mente.
-          Quiero tener una noche de pasión con vos
-          Yo también hermosura

¿Demasiado perfecto no? Pues sí. Por eso, para cortar con tanta perfección, el sueño se interrumpe y te despiertas.
¡¡¡¡¡MIERDA!!!!!
¡¡¡¡¡MIERDA!!!!!

¿Por qué dos veces “MIERDA”?
Primero porque te cortaron el chorro antes de consumarlo
Segundo porque el hecho nunca se hará realidad.

Reflexión final: no podemos escaparle a las pesadillas

martes, 25 de septiembre de 2012

Ser o no ser.... directa o indirecta



  El otro día me subí al colectivo y realicé un viaje a lo más profundo de mis pensamientos. Millones de situaciones venían a mi mente. Algunas absurdas, otras no tanto. Pero todas giraban en torno a un mismo tema, a una misma problemática: ¿Se debe ser directo o se debe aprender a captar las indirectas?

  La cuestión no es fácil de resolver, hay muchos factores externos en juego. Siendo directo muchas veces corres el riesgo de herir la susceptibilidad de la otra persona, de hacerla llorar hasta la muerte o, en su defecto, de quedar como un completo idiota.

Caso I

-          ¿Crees que engorde?
-          La verdad que sí. Estás hecha una vaca.
-          Anda a cagar (entre llantos)

Caso II

-          Quiero que sepas que te parto en ocho
-          Y yo que no te veo ni en figurita


  Sin embargo, nada es completamente negro. También puede pasar que gracias a ello termines acabando en un telo. La clave está en saber cuando es el momento indicado. En determinadas oportunidades conviene ser más poético, conviene utilizar las indirectas, con el riesgo que ello implica: que el otro no las entienda.

Caso I

-          ¿Crees que engorde?
-          Pienso que te verías mejor rodeada de verde y con una manzana en la boca.
-          Tenés razón. Debería ir al campo de mi abuela

Caso II

-          Te invito a comer a un parrilla
-          Soy vegetariana
-          Entonces te invito a tomar un helado
-          El frío quema mis neuronas
-          ¿Un café?
-          Me da diarrea crónica
-          ¿A caminar?
-          No tengo pies

Y así sucesivamente.

  Entonces… ¿No es más sencillo ir al grano y listo? Pues no siempre lo es. Por eso, lo que vengo a proponer es que no hinchemos más las pelotas. Seamos sinceros con nosotros mismos y aprendamos a captar las indirectas.  

sábado, 4 de agosto de 2012

Seamos optimistas... cuando corresponda


  No me considero una chica pesimista, pero debo reconocer que tengo serios problemas con el optimismo. No sólo me parece estúpido, sino también que me molesta profundamente. Se entromete cuando no le corresponde, ofrece consuelos de “segunda clase” y llena de falsas ilusiones a mucha gente: “vendrán tiempos mejores”, “podría haber sido peor”, “ya lo vas a superar”. Sin embargo, lo peor es que nadie queda exento de él. No existe persona que no le haya pedido una mano, no existe persona que estando en pleno estado de desesperación no le haya pedido algunas palabras de consuelo.
  ¡Ojo! Tampoco apunto a que miremos al mundo a través de la desesperanza y nos suicidemos en masa por no poder afrontar desgracias de la vida. Lo único que pretendo es que los recursos sean usados en el momento adecuado. La cuestión radica en darnos cuenta de cuando es el momento ¿Cómo darnos cuenta? Muy simple, mirando el noticiero…

Caso 1: Mal uso del optimismo
  Un hombre cruza las vías del tren sin mirar y sufre un grave accidente. No se muere, pero pierde cada uno de sus miembros. En otras palabras, pierde su movilidad. El incidente resulta ser tan insólito que comienza a recorrer los medios de comunicación bajo el título “una desgracia con suerte”. Ahora es cuando me pregunto si yo tengo un concepto de “suerte” diferente porque hasta donde sé no está bueno no poder ir al baño sólo, no está bueno pedirle al otro que limpie las terribles huellas del excremento.
 
Caso 2: Buen uso del optimismo   
  Hay un hecho que es innegable: los noticieros no son noticieros sin muertes o violaciones de por medio. De eso viven, para eso viven. Muestran imágenes confusas y las acompañan con un poco de música tétrica. Luego, revelan la estadística y debaten sobre el tema. Finalmente, terminan sacando las mismas conclusiones: “así no se puede vivir”, “nos van a matar a todos”, “la solución es mudarnos a Marte”. En definitiva, con su falta de optimismo, no hacen más que instaurarle el temor a la gente. Nunca falta aquel que te dice “no salgo de casa porque los ladrones me están esperando afuera”.
 
Caso 3: Una imagen dice más que mil palabras
   Jamás confiaría en un huevo que está feliz y lleva un sombrero tan patético.

 Seamos realistas, seamos sinceros y, sobre todo, no siempre veamos el aspecto más favorable. Entendamos que las desgracias no vienen con la suerte, simplemente son desgracias. 

jueves, 2 de agosto de 2012

Hagamos una revolución


  La solución es más clara que el agua, el problema es la gente que no la puede ver. No entienden la sabiduría de la naturaleza, no saben disfrutar de “la desgracia ajena”. Algunos prefieren castigar al estómago y aguantar el dolor. Otros, en cambio, optan por no reconocer al hijo de sus entrañas. Sin embargo, ambos poseen un punto en común: el pudor.

  Antes de comenzar a analizar en profundidad la situación debo confesar que no soy perfecta, que a lo largo de mi vida he cometido varios errores. Me he olvidado ollas en el fuego, he dejado el ascensor abierto, he tirado el pan al suelo. Pero hay dos hechos que jamás me perdonaré. El primero es haber retenido mis gases y, el segundo, es no haberles puesto mi apellido ¿A qué se debe semejante arrepentimiento? Pues simple. Se debe a que más de una vez he sufrido fuertes dolores estomacales por haber reprimido algunas cuantas ventosidades, se debe a que en más de una ocasión me he quedado pensando en el "¿se habrán dado cuenta o no?”.
  A pensar que no suelo comer porotos y que no ingiero ninguna clase de gaseosa, conozco bien el tema. Por eso, porque se me han podrido las neuronas después de acarrear con semejantes preocupaciones, considero que me encuentro en condiciones de proponer una revolución: ¡¡¡descompongamos el planeta!!! Sí, entendiste perfectamente. Estoy incitando a que abandonemos el qué dirán, a que nos tiremos flatulencias libremente. ¿Acaso no se disfruta más la desdicha del otro cuando se dice “fui yo”? ¿Acaso no llena de orgullo el “estas podrido hijo de puta”?  Sugiero que hagamos el esfuerzo, que nos tiremos pedos y, por lo menos, muramos en el intento… Veremos que es lo que sucede.

lunes, 30 de julio de 2012

Heridas que no cicatrizan


-         ¿En qué puedo ayudarte?
-         Quiero la minifalda negra que se exime en la vidriera, pero de mi talle.
-         Lo lamento para vos no hay. Es talle único.

  Hay situaciones que son necesarias vivirlas para poder comprenderlas. Y está es una de ellas. Muchos se llenan la boca de sinsentidos creyéndose eruditos del tema, pero son pocas las personas que conocen las heridas que aquellas palabras generan. Heridas que por momentos dejan de sangrar, lesiones que nunca terminan de cicatrizar.
  El problema no es tener unos kilos de más, sino las consecuencias que trae aparejadas y que van más allá de la “salud personal”. Las apneas de sueño, la diabetes, la artrosis quedan relegadas a un segundo plano. Las marcas psicológicas son las que verdaderamente importan o, mejor dicho, son las que resultan imposibles de eliminar. Una lechuga, un tomate o una manzana permiten modificar el aspecto físico, pero nada pueden hacer frente a las aflicciones del alma. Es simple, es como una formula matemática. A medida que aumenta la discriminación, más se padece la gordura y mayor es el miedo a engordar. Es así como se produce la metamorfosis, es así como aparece la conocida “calculadora mental”. Los alimentos se transforman en calorías, las proteínas se esfuman y el cuerpo se enferma ¿Qué hace el responsable mientras tanto? Mira con incredulidad, se declara inocente. No acepta su culpa, prefiere desconocer el motivo por el que sus manos están repletas de sangre. En otras palabras, quieren ignorar el proceder de la sociedad…

  Con el surgimiento del pensamiento racionalista emergió una estructura social individualista. Las tradiciones se desvanecieron, las partes se separaron y el cuerpo pasó a ser un factor de distinción. La materia se olvidó de la inclusión para, luego, convertirse en un elemento de exclusión. A tal punto llegó la realidad que la sociedad empezó a demandar un esteriotipo corporal que no todos podían alcanzar. De esta manera, el mundo comenzó a girar en torno al 90 – 60 – 90 y los dueños del tejido adiposo fueron echados del sistema. Sin embargo, algunas puertas permanecieron abiertas. Hubo espíritus que se mostraron generosos y ofrecieron los mejores métodos para bajar de peso: pastillas, aparatos, tratamientos ¿A cambio de qué? De dinero. Por eso, por las necesidades que posee el capitalista, se aceptó la discriminación y no se intentó incorporar lo más valioso de la persona: su esencia.
  La gente corpulenta dejó de formar parte de la comunidad, perdió su lugar. No sólo fue marginada por los bienes y servicios, sino también por los individuos.  Nadie cuestionó nada, nadie se rebeló contra el sistema. Lo único que hicieron fue adaptarse a él. Rechazaron a su prójimo sin considerar que del otro lado había alguien que sentía, que sufría. Apenas una minoría pudo percibir lo que realmente valía la pena y se comprometió a brindar una amistad incondicional.

  En la actualidad existen muchas estrategias y dietas para combatir la gordura. Pero ese no es remedio.  La cuestión se encuentra relacionada con los cambios. No es fácil modificar un estilo de vida. Tampoco es fácil abandonar un cuerpo que supo denunciar las miserias de los demás. Ellos no lo ignoran, saben muy bien que cuando adelgacen el trato será distinto, saben muy bien que serán respetados por ser “hermosos” y “exitosos”.

jueves, 26 de julio de 2012

El que calla no sólo otorga, también siente



“Sin embargo en mis ojos una pregunta existe
y hay un grito en mi boca que mi boca no grita.
¡No hay oído en la tierra que oiga mi queja triste
abandonada en medio de la tierra infinita!”

Pablo Neruda

  Quiero convencerme de que nada va a salir mal, quiero caminar por el precipicio sin pensar en las consecuencias, quiero sentirme segura. Pero no puedo, siempre me ocurre lo mismo. Por más esfuerzo que haga, por más que intente luchar una y otra vez contra ella, inevitablemente caigo en sus garras. Mediante un duro y cruel procedimiento me somete a la peor de las torturas. Hace que mi cuerpo tiemble y que mis pensamientos se quiebren. Me da un fuerte electroshock. Aunque eso no es todo. Día tras día modifica su estrategia para tornarla más eficaz., más competente. Y lo más triste es que lo consigue. De hecho, lo último que hizo paralizó mi corazón y mi sentido de orientación.
               
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   Me había preparado una semana antes con la esperanza de que la salida fuera lo menos problemática posible. Pensé que con una guía y varios simulacros me alcanzaría para llegar a la meta, pero me equivoqué profundamente. La realidad manejó la situación a gusto y piaccere. Me presionó, me condicionó y me dejó al borde del abismo. Ella fue mucho más que una participe necesaria, ella fue la mano derecha de mí falta de seguridad.
  Sabía que mi vida corría peligro, que había probabilidades de que no llegara a destino. Pero no había vuelta atrás, la decisión ya estaba tomada desde hacia rato. La única opción que tenía era demostrar mis conocimientos sobre el tema y convencer a mi afligido espíritu de que no había fallado, de que mi elección había sido la correcta.
   Los minutos transcurrían, la hora clave se acercaba y mi confianza se debilitaba. Mientras más recordaba mis errores, menos fe tenía en mí. Mientras menos fe tenía en mi, más me repetía: “Esto no me va a salir. Esto no es lo mío”. Pese a ello, pese a mis grandes dudas y miedos, no me retiré y esperé el combate. No iba a bajar los brazos tan fácilmente, no iba a darme por vencida sin dar ningún tipo de pelea.
-          ¿Estás lista? – me preguntó la operadora de una forma no muy amigable
-          Creo que si- le contesté
-          Entonces arranquemos con la consigna.
 
    Tan pronto como atravesé la puerta del estudio mis convicciones se esfumaron. Las palabras se fugaron o, mejor dicho, se borraron de mi mente. No sabía qué hacer, ni qué decir. Me hallaba muy desorientada. Desesperadamente miré a los alrededores con la ilusión de que por arte de magia se resolvieran mis problemas, pero sólo encontré piedras: un micrófono, un rectángulo maligno y unos cuantos ojos observadores. De inmediato busqué la manera de huir y me exasperé ante semejante fracaso. La puerta, el único lugar por donde podía escabullirme, se encontraba herméticamente cerrada. No tenía escapatoria, debía declarar.
  Cerré los ojos y respiré profundo. Tenía que calmarme y dejar “que fluya”. Pero me resultaba imposible, la ambientación me ponía muy nerviosa. Aquello era mucho más que un confesionario: era una pequeña sala de investigación. Las paredes eran grises, carecían de color y de cualquier clase de decoración. No había ningún elemento que invocara a la distracción, ni a la relajación. Incluso, la habitación poseía un visor gigante que me hacía recordar constantemente que estaba siendo examinada. Sin embargo, eso no fue todo. La metodología también aportó lo suyo. Primero me encerraron en un diminuto cuarto al que denominaban “estudio”. Luego me hicieron un par de preguntas para cerciorarse de que respiraba, de que seguía con vida. Finalmente, encendieron una luz roja y tomaron nota de cómo reaccionaba frente al estímulo. Nada de psicoanálisis, puro conductismo. Lo que verdaderamente les importaba era la reacción. Mis sentimientos y sensaciones pasaron a un cuarto plano. En definitiva, mi persona no valía la pena, sólo les interesaba mi “capacidad” para conquistar a la audiencia.


   De pronto, un sonido interrumpió mis pensamientos. La puerta se había abierto, el profesor había terminado de evaluarnos y la tortura ya formaba parte del pasado. Respiré profundo nuevamente y percibí el clima del entorno: mi respuesta no resulto ser la adecuada. Intenté escuchar con atención la corrección, pero fallé. Apenas distinguía lo que ocurría, apenas reparaba lo que me decían. Era imposible concentrarme. En el aire flotaban millones de dudas y pululaban unos cuantos vocablos que giraban en torno a “la hermosura de la radio”. Pero yo no quería saber nada con estar allí, deseaba irme a otro lugar.  A un lugar donde no tuviera que disimular lo mal que me sentía y mis profundas ganas de llorar. Mi cuerpo fue atravesado por un torbellino de emociones: confusión, impotencia, desilusión, miedo, cansancio. No aguantaba más la situación, ni mi persona. Me molestaba profundamente mi dificultad para hablar en público, me generaba mucha bronca no poder manipular a la peor de mis enemigas: la timidez.