“Sin
embargo en mis ojos una pregunta existe
y hay un grito en mi boca que mi boca no grita.
¡No hay oído en la tierra que oiga mi queja
triste
abandonada en medio de la tierra infinita!”
Pablo Neruda
Quiero
convencerme de que nada va a salir mal, quiero caminar por el precipicio sin
pensar en las consecuencias, quiero sentirme segura. Pero no puedo, siempre me
ocurre lo mismo. Por más esfuerzo que haga, por más que intente luchar una y
otra vez contra ella, inevitablemente caigo en sus garras. Mediante un duro y
cruel procedimiento me somete a la peor de las torturas. Hace que mi cuerpo
tiemble y que mis pensamientos se quiebren. Me da un fuerte electroshock.
Aunque eso no es todo. Día tras día modifica su estrategia para tornarla más
eficaz., más competente. Y lo más triste es que lo consigue. De hecho, lo
último que hizo paralizó mi corazón y mi sentido de orientación.
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Me había
preparado una semana antes con la esperanza de que la salida fuera lo menos
problemática posible. Pensé que con una guía y varios simulacros me alcanzaría
para llegar a la meta, pero me equivoqué profundamente. La realidad manejó la
situación a gusto y piaccere. Me presionó,
me condicionó y me dejó al borde del abismo. Ella fue mucho más que una
participe necesaria, ella fue la mano derecha de mí falta de seguridad.
Sabía que mi
vida corría peligro, que había probabilidades de que no llegara a destino. Pero
no había vuelta atrás, la decisión ya estaba tomada desde hacia rato. La única
opción que tenía era demostrar mis conocimientos sobre el tema y convencer a mi
afligido espíritu de que no había fallado, de que mi elección había sido la
correcta.
Los minutos transcurrían, la hora clave se
acercaba y mi confianza se debilitaba. Mientras más recordaba mis errores,
menos fe tenía en mí. Mientras menos fe tenía en mi, más me repetía: “Esto no
me va a salir. Esto no es lo mío”. Pese a ello, pese a mis grandes dudas y miedos,
no me retiré y esperé el combate. No iba a bajar los brazos tan fácilmente, no
iba a darme por vencida sin dar ningún tipo de pelea.
-
¿Estás lista? –
me preguntó la operadora de una forma no muy amigable
-
Creo que si- le
contesté
-
Entonces
arranquemos con la consigna.
Tan pronto
como atravesé la puerta del estudio mis convicciones se esfumaron. Las palabras
se fugaron o, mejor dicho, se borraron de mi mente. No sabía qué hacer, ni qué
decir. Me hallaba muy desorientada. Desesperadamente miré a los alrededores con
la ilusión de que por arte de magia se resolvieran mis problemas, pero sólo
encontré piedras: un micrófono, un rectángulo maligno y unos cuantos ojos
observadores. De inmediato busqué la manera de huir y me exasperé ante
semejante fracaso. La puerta, el único lugar por donde podía escabullirme, se
encontraba herméticamente cerrada. No tenía escapatoria, debía declarar.
Cerré los
ojos y respiré profundo. Tenía que calmarme y dejar “que fluya”. Pero me
resultaba imposible, la ambientación me ponía muy nerviosa. Aquello era mucho
más que un confesionario: era una pequeña sala de investigación. Las paredes
eran grises, carecían de color y de cualquier clase de decoración. No había
ningún elemento que invocara a la distracción, ni a la relajación. Incluso, la
habitación poseía un visor gigante que me hacía recordar constantemente que
estaba siendo examinada. Sin embargo, eso no fue todo. La metodología también aportó
lo suyo. Primero me encerraron en un diminuto cuarto al que denominaban
“estudio”. Luego me hicieron un par de preguntas para cerciorarse de que
respiraba, de que seguía con vida. Finalmente, encendieron una luz roja y
tomaron nota de cómo reaccionaba frente al estímulo. Nada de psicoanálisis,
puro conductismo. Lo que verdaderamente les importaba era la reacción. Mis sentimientos
y sensaciones pasaron a un cuarto plano. En definitiva, mi persona no valía la
pena, sólo les interesaba mi “capacidad” para conquistar a la audiencia.
De pronto,
un sonido interrumpió mis pensamientos. La puerta se había abierto, el profesor
había terminado de evaluarnos y la tortura ya formaba parte del pasado. Respiré
profundo nuevamente y percibí el clima del entorno: mi respuesta no resulto ser
la adecuada. Intenté escuchar con atención la corrección, pero fallé. Apenas
distinguía lo que ocurría, apenas reparaba lo que me decían. Era imposible
concentrarme. En el aire flotaban millones de dudas y pululaban unos cuantos vocablos
que giraban en torno a “la hermosura de la radio”. Pero yo no quería saber nada
con estar allí, deseaba irme a otro lugar. A un lugar donde no tuviera que disimular lo
mal que me sentía y mis profundas ganas de llorar. Mi cuerpo fue atravesado por
un torbellino de emociones: confusión, impotencia, desilusión, miedo,
cansancio. No aguantaba más la situación, ni mi persona. Me molestaba profundamente
mi dificultad para hablar en público, me generaba mucha bronca no poder manipular
a la peor de mis enemigas: la timidez.