lunes, 30 de julio de 2012

Heridas que no cicatrizan


-         ¿En qué puedo ayudarte?
-         Quiero la minifalda negra que se exime en la vidriera, pero de mi talle.
-         Lo lamento para vos no hay. Es talle único.

  Hay situaciones que son necesarias vivirlas para poder comprenderlas. Y está es una de ellas. Muchos se llenan la boca de sinsentidos creyéndose eruditos del tema, pero son pocas las personas que conocen las heridas que aquellas palabras generan. Heridas que por momentos dejan de sangrar, lesiones que nunca terminan de cicatrizar.
  El problema no es tener unos kilos de más, sino las consecuencias que trae aparejadas y que van más allá de la “salud personal”. Las apneas de sueño, la diabetes, la artrosis quedan relegadas a un segundo plano. Las marcas psicológicas son las que verdaderamente importan o, mejor dicho, son las que resultan imposibles de eliminar. Una lechuga, un tomate o una manzana permiten modificar el aspecto físico, pero nada pueden hacer frente a las aflicciones del alma. Es simple, es como una formula matemática. A medida que aumenta la discriminación, más se padece la gordura y mayor es el miedo a engordar. Es así como se produce la metamorfosis, es así como aparece la conocida “calculadora mental”. Los alimentos se transforman en calorías, las proteínas se esfuman y el cuerpo se enferma ¿Qué hace el responsable mientras tanto? Mira con incredulidad, se declara inocente. No acepta su culpa, prefiere desconocer el motivo por el que sus manos están repletas de sangre. En otras palabras, quieren ignorar el proceder de la sociedad…

  Con el surgimiento del pensamiento racionalista emergió una estructura social individualista. Las tradiciones se desvanecieron, las partes se separaron y el cuerpo pasó a ser un factor de distinción. La materia se olvidó de la inclusión para, luego, convertirse en un elemento de exclusión. A tal punto llegó la realidad que la sociedad empezó a demandar un esteriotipo corporal que no todos podían alcanzar. De esta manera, el mundo comenzó a girar en torno al 90 – 60 – 90 y los dueños del tejido adiposo fueron echados del sistema. Sin embargo, algunas puertas permanecieron abiertas. Hubo espíritus que se mostraron generosos y ofrecieron los mejores métodos para bajar de peso: pastillas, aparatos, tratamientos ¿A cambio de qué? De dinero. Por eso, por las necesidades que posee el capitalista, se aceptó la discriminación y no se intentó incorporar lo más valioso de la persona: su esencia.
  La gente corpulenta dejó de formar parte de la comunidad, perdió su lugar. No sólo fue marginada por los bienes y servicios, sino también por los individuos.  Nadie cuestionó nada, nadie se rebeló contra el sistema. Lo único que hicieron fue adaptarse a él. Rechazaron a su prójimo sin considerar que del otro lado había alguien que sentía, que sufría. Apenas una minoría pudo percibir lo que realmente valía la pena y se comprometió a brindar una amistad incondicional.

  En la actualidad existen muchas estrategias y dietas para combatir la gordura. Pero ese no es remedio.  La cuestión se encuentra relacionada con los cambios. No es fácil modificar un estilo de vida. Tampoco es fácil abandonar un cuerpo que supo denunciar las miserias de los demás. Ellos no lo ignoran, saben muy bien que cuando adelgacen el trato será distinto, saben muy bien que serán respetados por ser “hermosos” y “exitosos”.

jueves, 26 de julio de 2012

El que calla no sólo otorga, también siente



“Sin embargo en mis ojos una pregunta existe
y hay un grito en mi boca que mi boca no grita.
¡No hay oído en la tierra que oiga mi queja triste
abandonada en medio de la tierra infinita!”

Pablo Neruda

  Quiero convencerme de que nada va a salir mal, quiero caminar por el precipicio sin pensar en las consecuencias, quiero sentirme segura. Pero no puedo, siempre me ocurre lo mismo. Por más esfuerzo que haga, por más que intente luchar una y otra vez contra ella, inevitablemente caigo en sus garras. Mediante un duro y cruel procedimiento me somete a la peor de las torturas. Hace que mi cuerpo tiemble y que mis pensamientos se quiebren. Me da un fuerte electroshock. Aunque eso no es todo. Día tras día modifica su estrategia para tornarla más eficaz., más competente. Y lo más triste es que lo consigue. De hecho, lo último que hizo paralizó mi corazón y mi sentido de orientación.
               
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   Me había preparado una semana antes con la esperanza de que la salida fuera lo menos problemática posible. Pensé que con una guía y varios simulacros me alcanzaría para llegar a la meta, pero me equivoqué profundamente. La realidad manejó la situación a gusto y piaccere. Me presionó, me condicionó y me dejó al borde del abismo. Ella fue mucho más que una participe necesaria, ella fue la mano derecha de mí falta de seguridad.
  Sabía que mi vida corría peligro, que había probabilidades de que no llegara a destino. Pero no había vuelta atrás, la decisión ya estaba tomada desde hacia rato. La única opción que tenía era demostrar mis conocimientos sobre el tema y convencer a mi afligido espíritu de que no había fallado, de que mi elección había sido la correcta.
   Los minutos transcurrían, la hora clave se acercaba y mi confianza se debilitaba. Mientras más recordaba mis errores, menos fe tenía en mí. Mientras menos fe tenía en mi, más me repetía: “Esto no me va a salir. Esto no es lo mío”. Pese a ello, pese a mis grandes dudas y miedos, no me retiré y esperé el combate. No iba a bajar los brazos tan fácilmente, no iba a darme por vencida sin dar ningún tipo de pelea.
-          ¿Estás lista? – me preguntó la operadora de una forma no muy amigable
-          Creo que si- le contesté
-          Entonces arranquemos con la consigna.
 
    Tan pronto como atravesé la puerta del estudio mis convicciones se esfumaron. Las palabras se fugaron o, mejor dicho, se borraron de mi mente. No sabía qué hacer, ni qué decir. Me hallaba muy desorientada. Desesperadamente miré a los alrededores con la ilusión de que por arte de magia se resolvieran mis problemas, pero sólo encontré piedras: un micrófono, un rectángulo maligno y unos cuantos ojos observadores. De inmediato busqué la manera de huir y me exasperé ante semejante fracaso. La puerta, el único lugar por donde podía escabullirme, se encontraba herméticamente cerrada. No tenía escapatoria, debía declarar.
  Cerré los ojos y respiré profundo. Tenía que calmarme y dejar “que fluya”. Pero me resultaba imposible, la ambientación me ponía muy nerviosa. Aquello era mucho más que un confesionario: era una pequeña sala de investigación. Las paredes eran grises, carecían de color y de cualquier clase de decoración. No había ningún elemento que invocara a la distracción, ni a la relajación. Incluso, la habitación poseía un visor gigante que me hacía recordar constantemente que estaba siendo examinada. Sin embargo, eso no fue todo. La metodología también aportó lo suyo. Primero me encerraron en un diminuto cuarto al que denominaban “estudio”. Luego me hicieron un par de preguntas para cerciorarse de que respiraba, de que seguía con vida. Finalmente, encendieron una luz roja y tomaron nota de cómo reaccionaba frente al estímulo. Nada de psicoanálisis, puro conductismo. Lo que verdaderamente les importaba era la reacción. Mis sentimientos y sensaciones pasaron a un cuarto plano. En definitiva, mi persona no valía la pena, sólo les interesaba mi “capacidad” para conquistar a la audiencia.


   De pronto, un sonido interrumpió mis pensamientos. La puerta se había abierto, el profesor había terminado de evaluarnos y la tortura ya formaba parte del pasado. Respiré profundo nuevamente y percibí el clima del entorno: mi respuesta no resulto ser la adecuada. Intenté escuchar con atención la corrección, pero fallé. Apenas distinguía lo que ocurría, apenas reparaba lo que me decían. Era imposible concentrarme. En el aire flotaban millones de dudas y pululaban unos cuantos vocablos que giraban en torno a “la hermosura de la radio”. Pero yo no quería saber nada con estar allí, deseaba irme a otro lugar.  A un lugar donde no tuviera que disimular lo mal que me sentía y mis profundas ganas de llorar. Mi cuerpo fue atravesado por un torbellino de emociones: confusión, impotencia, desilusión, miedo, cansancio. No aguantaba más la situación, ni mi persona. Me molestaba profundamente mi dificultad para hablar en público, me generaba mucha bronca no poder manipular a la peor de mis enemigas: la timidez.