jueves, 26 de julio de 2012

El que calla no sólo otorga, también siente



“Sin embargo en mis ojos una pregunta existe
y hay un grito en mi boca que mi boca no grita.
¡No hay oído en la tierra que oiga mi queja triste
abandonada en medio de la tierra infinita!”

Pablo Neruda

  Quiero convencerme de que nada va a salir mal, quiero caminar por el precipicio sin pensar en las consecuencias, quiero sentirme segura. Pero no puedo, siempre me ocurre lo mismo. Por más esfuerzo que haga, por más que intente luchar una y otra vez contra ella, inevitablemente caigo en sus garras. Mediante un duro y cruel procedimiento me somete a la peor de las torturas. Hace que mi cuerpo tiemble y que mis pensamientos se quiebren. Me da un fuerte electroshock. Aunque eso no es todo. Día tras día modifica su estrategia para tornarla más eficaz., más competente. Y lo más triste es que lo consigue. De hecho, lo último que hizo paralizó mi corazón y mi sentido de orientación.
               
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   Me había preparado una semana antes con la esperanza de que la salida fuera lo menos problemática posible. Pensé que con una guía y varios simulacros me alcanzaría para llegar a la meta, pero me equivoqué profundamente. La realidad manejó la situación a gusto y piaccere. Me presionó, me condicionó y me dejó al borde del abismo. Ella fue mucho más que una participe necesaria, ella fue la mano derecha de mí falta de seguridad.
  Sabía que mi vida corría peligro, que había probabilidades de que no llegara a destino. Pero no había vuelta atrás, la decisión ya estaba tomada desde hacia rato. La única opción que tenía era demostrar mis conocimientos sobre el tema y convencer a mi afligido espíritu de que no había fallado, de que mi elección había sido la correcta.
   Los minutos transcurrían, la hora clave se acercaba y mi confianza se debilitaba. Mientras más recordaba mis errores, menos fe tenía en mí. Mientras menos fe tenía en mi, más me repetía: “Esto no me va a salir. Esto no es lo mío”. Pese a ello, pese a mis grandes dudas y miedos, no me retiré y esperé el combate. No iba a bajar los brazos tan fácilmente, no iba a darme por vencida sin dar ningún tipo de pelea.
-          ¿Estás lista? – me preguntó la operadora de una forma no muy amigable
-          Creo que si- le contesté
-          Entonces arranquemos con la consigna.
 
    Tan pronto como atravesé la puerta del estudio mis convicciones se esfumaron. Las palabras se fugaron o, mejor dicho, se borraron de mi mente. No sabía qué hacer, ni qué decir. Me hallaba muy desorientada. Desesperadamente miré a los alrededores con la ilusión de que por arte de magia se resolvieran mis problemas, pero sólo encontré piedras: un micrófono, un rectángulo maligno y unos cuantos ojos observadores. De inmediato busqué la manera de huir y me exasperé ante semejante fracaso. La puerta, el único lugar por donde podía escabullirme, se encontraba herméticamente cerrada. No tenía escapatoria, debía declarar.
  Cerré los ojos y respiré profundo. Tenía que calmarme y dejar “que fluya”. Pero me resultaba imposible, la ambientación me ponía muy nerviosa. Aquello era mucho más que un confesionario: era una pequeña sala de investigación. Las paredes eran grises, carecían de color y de cualquier clase de decoración. No había ningún elemento que invocara a la distracción, ni a la relajación. Incluso, la habitación poseía un visor gigante que me hacía recordar constantemente que estaba siendo examinada. Sin embargo, eso no fue todo. La metodología también aportó lo suyo. Primero me encerraron en un diminuto cuarto al que denominaban “estudio”. Luego me hicieron un par de preguntas para cerciorarse de que respiraba, de que seguía con vida. Finalmente, encendieron una luz roja y tomaron nota de cómo reaccionaba frente al estímulo. Nada de psicoanálisis, puro conductismo. Lo que verdaderamente les importaba era la reacción. Mis sentimientos y sensaciones pasaron a un cuarto plano. En definitiva, mi persona no valía la pena, sólo les interesaba mi “capacidad” para conquistar a la audiencia.


   De pronto, un sonido interrumpió mis pensamientos. La puerta se había abierto, el profesor había terminado de evaluarnos y la tortura ya formaba parte del pasado. Respiré profundo nuevamente y percibí el clima del entorno: mi respuesta no resulto ser la adecuada. Intenté escuchar con atención la corrección, pero fallé. Apenas distinguía lo que ocurría, apenas reparaba lo que me decían. Era imposible concentrarme. En el aire flotaban millones de dudas y pululaban unos cuantos vocablos que giraban en torno a “la hermosura de la radio”. Pero yo no quería saber nada con estar allí, deseaba irme a otro lugar.  A un lugar donde no tuviera que disimular lo mal que me sentía y mis profundas ganas de llorar. Mi cuerpo fue atravesado por un torbellino de emociones: confusión, impotencia, desilusión, miedo, cansancio. No aguantaba más la situación, ni mi persona. Me molestaba profundamente mi dificultad para hablar en público, me generaba mucha bronca no poder manipular a la peor de mis enemigas: la timidez.






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