La
solución es más clara que el agua, el problema es la gente que no la puede ver.
No entienden la sabiduría de la naturaleza, no saben disfrutar de “la desgracia
ajena”. Algunos prefieren castigar al estómago y aguantar el dolor. Otros, en
cambio, optan por no reconocer al hijo de sus entrañas. Sin embargo, ambos
poseen un punto en común: el pudor.
Antes de comenzar a analizar en profundidad
la situación debo confesar que no soy perfecta, que a lo largo de mi vida he
cometido varios errores. Me he olvidado ollas en el fuego, he dejado el
ascensor abierto, he tirado el pan al suelo. Pero hay dos hechos que jamás me
perdonaré. El primero es haber retenido mis gases y, el segundo, es no haberles
puesto mi apellido ¿A qué se debe semejante arrepentimiento? Pues simple. Se
debe a que más de una vez he sufrido fuertes dolores estomacales por haber
reprimido algunas cuantas ventosidades, se debe a que en más de una ocasión me
he quedado pensando en el "¿se habrán dado cuenta o no?”.
A pensar que no suelo comer porotos y que no
ingiero ninguna clase de gaseosa, conozco bien el tema. Por eso, porque se me han podrido las
neuronas después de acarrear con semejantes preocupaciones, considero que me
encuentro en condiciones de proponer una revolución: ¡¡¡descompongamos el
planeta!!! Sí, entendiste perfectamente. Estoy incitando a que abandonemos el
qué dirán, a que nos tiremos flatulencias libremente. ¿Acaso no se disfruta más
la desdicha del otro cuando se dice “fui yo”? ¿Acaso no llena de orgullo el
“estas podrido hijo de puta”? Sugiero
que hagamos el esfuerzo, que nos tiremos pedos y, por lo menos, muramos en el
intento… Veremos que es lo que sucede.
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