jueves, 2 de agosto de 2012

Hagamos una revolución


  La solución es más clara que el agua, el problema es la gente que no la puede ver. No entienden la sabiduría de la naturaleza, no saben disfrutar de “la desgracia ajena”. Algunos prefieren castigar al estómago y aguantar el dolor. Otros, en cambio, optan por no reconocer al hijo de sus entrañas. Sin embargo, ambos poseen un punto en común: el pudor.

  Antes de comenzar a analizar en profundidad la situación debo confesar que no soy perfecta, que a lo largo de mi vida he cometido varios errores. Me he olvidado ollas en el fuego, he dejado el ascensor abierto, he tirado el pan al suelo. Pero hay dos hechos que jamás me perdonaré. El primero es haber retenido mis gases y, el segundo, es no haberles puesto mi apellido ¿A qué se debe semejante arrepentimiento? Pues simple. Se debe a que más de una vez he sufrido fuertes dolores estomacales por haber reprimido algunas cuantas ventosidades, se debe a que en más de una ocasión me he quedado pensando en el "¿se habrán dado cuenta o no?”.
  A pensar que no suelo comer porotos y que no ingiero ninguna clase de gaseosa, conozco bien el tema. Por eso, porque se me han podrido las neuronas después de acarrear con semejantes preocupaciones, considero que me encuentro en condiciones de proponer una revolución: ¡¡¡descompongamos el planeta!!! Sí, entendiste perfectamente. Estoy incitando a que abandonemos el qué dirán, a que nos tiremos flatulencias libremente. ¿Acaso no se disfruta más la desdicha del otro cuando se dice “fui yo”? ¿Acaso no llena de orgullo el “estas podrido hijo de puta”?  Sugiero que hagamos el esfuerzo, que nos tiremos pedos y, por lo menos, muramos en el intento… Veremos que es lo que sucede.

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