Apenas me subí al colectivo me sumergí en los más profundos pensamientos y comprendí que nada era imposible. No podía creer lo que estaba haciendo, ni entender cómo había llegado a eso.
A medida que el destino se acercaba mi desesperación aumentaba. Quería bajarme, pero era tarde. Debía cumplir con mi promesa ya que de lo contrario la condena sería demasiado grande. Lo único que me quedaba por hacer era rezar para que todo saliera bien, que Argentinos ganara y diera la vuelta olímpica en aquella cancha que tanto detestaba.
Ni bien llegué a destino sentí un escalofrío que me heló el cuerpo. En ese preciso instante miré a mi novio con la esperanza de que se arrepintiera, pero fue inútil.
Respiré hondo y llené mi cabeza con hermosos momentos de gloria azulgrana, lo que generó en mí una enorme satisfacción. Luego, miré detallamente a mí alrededor. Estaba rodeada por globos pinchados, por gente que todavía no entendía el verdadero significado del éxito. De pronto, escuche algo que me trasladó bruscamente a la realidad. Era el canto desaforado de la hinchada quemera, que incesantemente repetía “vamos a matar a un cuervo en la cancha de Huracán”.
Aunque sabía a la perfección que nadie conocía mis orígenes, no pude evitar que el miedo y la culpabilidad se apoderaran de mí, y me hicieran experimentar una sensación que se asemejaba mucho a la traición. Fue entonces cuando apareció Juan Ignacio “el Pichi” Mercier, con un tanto que enmudeció a la popular entera.
El tiempo transcurría y la impaciencia del público local crecía a pasos agigantados. Anhelaban revertir el resultado, arruinar el campeonato que el “Bicho” tanto había esperado. Sin embargo, nada estuvo más alejado que ese deseo. Faltando 20 minutos para que terminara el partido, la voz del estadio anunció que una vez concluido el encuentro los últimos en retirarse serían los visitantes, lo que trajo aparejado toda una oleada repleta de bronca.
Al sonar el pitazo final aparecieron los problemas. Impulsados por la ira que les causó el comunicado de la institución, la barra brava de Huracán destrozó el alambrado, con el propósito de invadir el campo de juego y hacerles sentir su furia al sector dirigente. En ese momento, entró en acción la policía, que con sus gases lacrimógenos y balas de goma no sólo aumentaron la tensión, sino que también despertaron el pánico de los más pequeños.
La violencia comenzó a tomar grandes dimensiones. Los puestos de hamburguesas volaban por todas partes y los palos de los hombres anaranjados se multiplicaban constantemente. El salvajismo dominaba en todo el ambiente y convertía en victima hasta al más inocente.
Poco a poco el pánico comenzó a invadirme. Mis piernas temblaban y mi corazón latía aceleradamente.
Una vez más, respire hondo. Intente calmarme y afrontar la situación de la mejor manera posible. Tan pronto cómo lo conseguí, los caminos se unieron en una sola dirección: la salida.
Rápidamente mi novio me tomó de la mano y me arrastró hacia la puerta de entrada. A paso firme y sin vacilación alguna dejamos atrás la batalla campal, con la ilusión de encontrar algo de paz. Pero, nos llevamos una enorme decepción ya que apenas salimos del establecimiento vimos cómo una gran cantidad de cabezas de tortuga le lanzaban balas de goma a los hinchas, causándoles graves heridas.
A pesar que el tiempo me ayudó mucho a curar las secuelas que me provocó aquel terrible susto, jamás olvidaré la última imagen que vi. La cara ensangrentada de un pobre hombre, que entre desgarradores sollozos repetía: “Huracán estoy contigo hasta la muerte”.
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